Miedo
entraña tu corazón cuando la miras serena
esperar lo que ha de venir sin conocer tu deseo.
Miedo
de que un segundo se congele cuando aún es ajena
al torbellino de dudas que se desata por dentro
cuando la miras serena mirar la hora sin tiempo.
Miedo
al tocar las cuerdas del instrumento
que tal vez la despierte al final del concierto:
quizá se sorprenda, quizá te descubra inquieto
en una obra compuesta al momento de saberlo…
Saber que está cerca y tan lejos, saber que está fuera y tan dentro
aunque ni siquiera imagine los confines de tu tormento
que sólo amaina al verla salir ilesa de batallas con el silencio
–silencio que come palabras cada vez que hay un momento
de comprensión coagulada, suspendida bajo tus nervios.
Miedo, ¿a qué?
Quizá miedo a lo eterno:
eterno no saber si está o si está desapareciendo
tras cortinas de bruma que no te dejan ir más adentro
del bosque donde se esconde pues ella también siente miedo
—miedo de que la toques con manos frías de otros tiempos,
de que se enfríe su alma en la bruma que trae tu reflejo
estrellado en mil gotas que pretendes guardar en un pétalo.
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